Aquella mañana aún había señales de
lucha. Era una calma absoluta, antinatural. El polvo levantado por la
refriega aún oscurecía el ambiente. Y aún ahí, en aquella tierra
manchada de sangre, mancillada por la humanidad, ella se sentía
bien. Su escudo y espada cayeron al suelo con un sonido sordo, pero
ella no lo escuchó. Solo podía notar el latido de su propio
corazón, frenético, golpeando su sien. Se quitó el casco, o lo que
quedaba de él, y lo arrojó lejos. Toda la tensión de su cuerpo
desbordó por sus ojos. No se avergonzó cuando notó el sabor salado
de sus lágrimas. Sus rodillas se clavaron en la tierra, incapaz de
sujetarla por más tiempo.
Estaba viva.
Herida, cansada, hambrienta... pero
viva. Más de lo que lo había estado nunca. Poco a poco empezó a
ser consciente de su alrededor. Escuchaba el tintineo de la cota de
las cotas de mallas, los pasos apresurados, los relinchos lejanos de
algún caballo, gritos de alegría y gemidos de agonía. A su
alrededor los cuerpos enemigos se mezclaban con los que fueron sus
compañeros. No reconoció a ninguno y no pudo hacer otra cosa que
alegrarse. Aún continuaba postrada, admirando la salida del sol,
cuando sintió una temblorosa mano en su hombro. Un anciano de mirada
cansada le dedicó una amable sonrisa. Su espesa barba blanca teñida
en sangre le llamó horriblemente la atención.
-¿Estás bien, hija?
Ella le esbozó la mejor de sus
sonrisas, colocando su mano sobre la de él. Volvió la mirada hacia
el sol, que casi había terminado de salir. Allí, en el cementerio
de los caídos, se sintió renacer.
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Dame fuerzas, Libertad, para hacer uso de tí con moderación y esmero. Dame ánimos, Verdad, para abanderarte hasta en tu último proyecto.